Durante un buen tiempo el programa de radio Basta de Todo tenía «Las 17 de las 17», sección en la que los famosos se sometían a preguntas, y la número 10 siempre era la consulta acerca de una anécdota relacionada con Maradona. «Todos tenemos una anécdota basada en el Diego», aseguraba Matías Martin. Y tenía razón.
Tenés doce años. La chica que te gusta te acaba de decir que también le gustás. La invitás a tomar un helado. Te vas de viaje de egresados a La Falda y la pasás genial. Pegás el estirón. Al mes siguiente debés hacer el curso de ingreso para entrar al secundario.
Pero ahora estás ahí. Sos un enfermito del fútbol. Estás de vacaciones en el mismo pueblito balneario en el que hace la pretemporada el equipo del cual sos hincha. Racing, obvio. Llegás y corrés al hotel en el que se alojan. No están. Ves un tipo que para vos es bastante grande, con poca pinta de futbolista, pero con ropa deportiva. ¿Será el utilero? ¿Un amigo del plantel? ¿El cocinero? Le preguntás por los jugadores y te dice que no están, que vuelvas en un par de horas.
Te vas con esperanzas y más tarde te enterás de que el tipo ese era el Negro Clausen, campeón del mundo en 1986, compañero del Diego, quien justamente es el entrenador de la Academia en ese momento. Lo ninguneaste y te perdiste el primer autógrafo. Pero vos qué sabías. Por ese entonces vos intentás encontrar al Turco García, al Piojo López, Michelini, el Loco Dalla Líbera, Nacho González y claro, El Diego, quien recién llegaba al plantel armando tremendo revuelo mediático.
Los siguientes días se convierten en tu paraíso futbolero. Entrás y salís del agua entre fotos y firmas de autógrafos. Se te va la timidez y seguramente ya empezás a ser el pendejito hincha bolas que corre atrás de sus ídolos. Te cagás de risa con Marcelo Saralegui que no se saca el termo de abajo el brazo ni para ir al mar. El Piojo es un pendejo y te hace chistes. Quiroz, Marini y Michelini tienen toda la onda. El Turco es figurita difícil pero un copado total. Nacho González el más ortiva de todos. Un gordito te cae tan bien que le pedís un autógrafo aunque no sabés quién es, pone «Cubito Cáceres» y te preguntás de qué joraca jugará. Y claro, ahora te da vergüenza pedirle una firmita a Clausen.
Pero el Diego no aparece, che. Te desesperás un toque porque los días pasan y la camiseta albiceleste marca O-Lan trucha que llevás tiene las firmas de todos menos la de él. Tiene incluso la del paraguayo Struway, titular en su selección, pero que no jugó un puto partido bien en la acadé; o la del uruguayo Soca, juro que uno de los peores jugadores de Racing que vi en mi vida. Entoncés te juntás con cuatro pibitos más de tu edad y entre ustedes hacen un grupo comando hacia la puerta del hotel. Se turnan en la guardia de a dos. Si Diego se asoma, uno avisa al resto y todos juntos lo atacan. Pero no. Mañana será otro día…
Es una tarde calurosa, con sol pero con viento en la playa. La típica tarde del verano atlántico. Hay revoloteo en la puerta del hotel. Al día siguiente ya volveré a casa a estudiar así que corro a espiar convencido de que es mi última oportunidad. No soy tan alto todavía así que salto por detrás de las cabezas para ver qué sucede. Hay una Ferrari en la puerta que derrocha derroche. Son minutos de expectativa hasta que la puerta se abre. El murmullo se vuelve silencioso y empiezan a salir tipos. Allegados al plantel y patovas despejan la zona hasta que por fin se lo ve. Es petisito y con el pecho más inflado que vi en mi vida (tiene con qué, ¿no?). Empiezo a escalar posiciones para acercarme cuando me doy cuenta de que el apresuramiento atentó contra el objetivo: no tengo ni marcador, ni las remeritas de juguete compradas para ser firmadas, ni mucho menos la cámara de fotos para inmortalizar el momento, y muchísimo menos a mis hermanas para que oficien de fotógrafas.
No importa. A matar morir. Lo saludo y me saluda mientras se saca fotos con casi todos (yo soy parte del “casi”) y putea y se recontra calienta cuando lo abrazan. “No me toquen la espalda, carajo”. Nunca robé nada. Bah, alguna vez tomé figuritas en el voleo que pertenecía a un amigo, pero no es muy relevante. Sin embargo en la desesperación miré a mis costados y arranqué el primer marcador que tuve cerca de mi mano. Se lo di a Diego en un santiamén y le entregué el pecho celeste y blanco para que me lo firme.
Me fui con sonrisa ancha y ya no maldije a mis hermanas por no estar al lado en el momento adecuado. Volví a casa satisfecho. Hice el curso de ingreso a la secundaria y lo pasé con creces. La chica que me gustaba me rebotó. La sonrisa de haber visto a Maradona, y encima perteneciendo a mi querida Academia, fue lo mejor de ese verano. Y si algún día me cruzo a Matías Martin, estaré listo para la pregunta número 10. Ah, el marcador lo devolví.
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